Los ojos de Marina
Escrito por Marco
Chereque:
“No recuerdo el origen de este relato. En verdad, creo es la transcripción de uno que encontré. Para ser más exacta no recuerdo ni
quien soy. Dicen que soy escritora. A Calixto si lo recuerdo por eso ahora
reseño su historia. De ella sólo tengo la imagen de sus ojos, que en sus
descripciones idílicas me legó”.
De: Memorias de Eva
Martina.
Principiaba un nuevo otoño en Trujillo. Un otoño que además de muerte es el inicio de la vida. Vida de melancolía que Víctor Hugo definía como un
sentimiento más que la gravedad y menos que la tristeza. Yo la vivía paisajísticamente,
como un azul grisáceo sobre piedras facetadas en la cima de un cerro. Como algún
camino hacia el océano. Difícil de sentir para quien no tenga el desafío que
tenía Calixto: Ser un gran novelista.
- - “Aunque ese esfuerzo me costará la vida”,
decía con sincera vocación. Se había obsesionado con ese profundo deseo, hasta
el punto de dejar aquello oculto que habitaba en la naturaleza humana en cada
cuarteto que escribía.
Calixto era una
persona solitaria, esa soledad le ayudo a graficar cada detalle de lo que sería
su novela mayor: casas coloniales, balcones,
techos –algunos de estilos mudéjar-, ventanas y las pinturas apasteladas de las
fachadas que eran el trayecto por el que siempre caminaba cada mañana, por el
mismo lado, en la misma vereda, de la misma avenida. Desde su casa a la
biblioteca. Y luego, desde la biblioteca a su casa; otra vez por la misma avenida, en la misma vereda, por el mismo lado.
Para saber más sobre él y casi pisando sus pasos, fui a visitar aquella biblioteca que para sus fines frecuentaba. Tenía un frontispicio nebuloso e insondable. Me acerqué, y en
cada anaquel había una galaxia de misterios. Galaxía virgen, tímidamente vestida de
túnicas blancas pero opacas, cohibidas a los ojos de cualquier lector, con
sus satélites circunvalando ejes que más se ofrecían como caderas imaginarias,
desdibujadas, o tenues por el correr de los tiempos. Mis ojos seguían esas
líneas y era como ingerir una bocanada de historias que las letras y el pensamiento no lograban atrapar, como no pudieron atrapar los gringos al chiwaco, ave que agitaba sus alas del papel donde estaba dibujada, para escapar de sus
captores ante la aguda mirada nublada e iracunda de Eduardo, en la novela de
Eielson. Novela que estaba también flotando entre el polvo de esa vía láctea, esperando que alguien la soplará para que no se extingan desdibujados sus ejes curvilíneos, y prodigando ese olor de misterio sexual que otras vez sería devorado
por la historia, para volver a llenarse de polvo y tener un polvo, y así vueltas y vueltas, vueltas y vueltas en
repetidos ciclos, y círculos, como dos amantes eternos, como los pájaros que libero Eduardo, y que
conocían la libertad, pero que no querían volar por temor, o por no poder llevar
los pesados huesos de su amigo a ese cielo de arcano destino que ahora trato de
recordar. De pronto una interrupción. Una viejecita con mirada cansada, como si
hubiera podido arrancarme los ojos para saber que traigo dentro. Se acercó, y sin que le hubiera preguntado nada, como si me destino hubiera sido llegar ante la guardiana de ese oculto universo, menciono:
- - "A Calixto no le importaba viajar de un planeta a
otro, aprovechaba cada historia para acercarse a nuevos personajes".
- - " ¿Conoció a Calixto?", ingenuamente pregunté aquella vez. Ahora recuerdo ese momento, fue como si hubiera lanzado un grito desde un acantilado, esperando que el eco traiga alguna respuesta.
- - «Nadie lo conocía. Nadie se acercaba a él. En una
sola oportunidad se sentó a mi lado y me solicitó revisar un libro que tenía en
la mano. “¡Qué sería de mi cuando deje de escribir!”, fue la
última frase que le escuche».
Me dijo esto
último y luego aquella figura sabia, se diluyo al apagarse la lámpara que pendía sobre mi espalda.
Eso hace unos 60 años más o menos. De esta viejecita aun guardo su mirada, había
tantas cosas en ella que me eran familiar, que a veces pienso era yo misma.
Uno de los libros que encontré cerca de este primer encuentro, en mi búsqueda, fue: "Las memorias de Eva Martina" , era como si la presencia de este ser casi fantasmal se hubiera desintegrado para hacer de sus pensamientos un objeto de signos casi místicos y proféticos. Según lo que en el encontré, parecía indicar que Calixto estaba atrapado en el encanto del Hipocampo, aquel mismo que retrato con tanta exactitud aquel escritor de estirpe de antiguo abolengo virreinal. Calixto, no solo estaba obsesionado con ser un gran escritor, sino que cada mañana al llegar el otoño, buscaba esos ojos que resuelvan el
misterio del que deseaba escribir. Algo hace presagiar que la encontró y con el
otoño la perdió, siempre pasaba así, y con ese mismo olor de misterio sexual otras vez sería devorado por la historia, para volver a llenarse de polvo y tener un polvo, y así vueltas y vueltas, vueltas y vueltas en repetidos ciclos, y círculos, como dos amantes eternos, como los pájaros que libero Eduardo, y que conocían la libertad pero que no querían volar por temor, o por no poder llevar los pesados huesos de su amigo a ese cielo de misterios que ahora trato de recordar. -“Y Calixto zarpo del puerto de aquella
bahía donde sus cabellos negros oscilaban al viento”, era una de las líneas que nunca pude olvidar de aquel libro.
Dicen que la belleza
de sus ojos, ofrecían, la mayoría de los versos cromáticos que cantan los
poetas. Y eso, fue lo que necesitaba su fatídica tarea de escritor. Ese día, el bote en el que
huía de su destino, se perdió en el horizonte tras lo que sería su último
capítulo.
Cuando ella se
enteró de lo sucedido corrió a la casa de Calixto a unas cuadras de la
Biblioteca, y hurgando entre sus cosas encontró una caja con muchas hojas que,
al revisarlas, en muchas de ellas se encontró. Y por primera vez, fue y conoció aquella
bahía donde al monstruo dominó.
Al llegar,
corrió desesperada a la baranda enmaderada de cuerpo podrido y enmohecido, y leyó
cada una de las hojas a la misma hora que Calixto frecuentaba ese punto del océano que
era, como dijimos: - su más grande desafío. Obviamente esa noche mientras leía
cada hoja desgarrándose el alma, Calixto no llegó.
Marina era su
nombre. La conoció en la Biblioteca, y juntos leyeron esa única vez: “La muerte
de un naufrago enamorado”.
Marina estaba cubierta de la misma túnica con
la que estaban rodeados los anaqueles de ese universo que solo existía en la
mente de Calixto. Parada, revisando cada uno de los pensamientos de quien solo
vivió para escribir, y cuyo punto final dejo correr sobre el manto azul del
océano que parecía bautizar el nombre de quien ahora ofrecía sus ojos al
encanto de la bestia. Pasmosa, develando cada uno de los dogmas literarios de quien la había buscado sin haberla nombrado, y la había
creado sin haberla buscado. ¡Marina se sorprendió! Dibujada sobre hojas de
papel iba al encuentro de aquel capítulo final que Calixto nunca quiso
escribir: Una tacha que era una
respuesta final al enigma, una respuesta que al parecer era una resignación al ocaso mortal de la fantasía:
-
Y si no fuimos felices, fue porque los
tambores del equinoccio no dejaban de sonar, mientras navegando escapaba del
final.
Ella se sentía confundida, ausente, figura inmóvil, retrato muerto de la
infancia, imagen blanca y dolorosa, como aquellos papeles arrojados al mar con la esperanza de que vayan a dar
vida a Calixto, ¡Más quién sabe donde ahora se encuentre! Las hojas se perdieron en el mar; pero ella, regreso nuevamente a la biblioteca... virgen, tímidamente vestida de túnicas blancas pero opacas, desdibujada pero ésta vez por la tristeza, o por el pasar de las olas, ante ella, mansas; pero bravío a los ojos de cualquier navegante, de cualquier navegante sin brújula, o sin el faro de sus ojos.
…..
Hoy, a mis 80 años, nunca más regresé por esos pasos suyos, de esa novela
solo conserve esta página que he transcrito, que para ser cierto, como muchas
de las cosas que olvidé, no sé si yo las escribí, las escribió Martina, o si realmente eran de
Calixto.